Mi abuelo Paco, al que veía como un marino antiguo con toda la fascinación que se puede tener al inicio de una vida, un marino de esos que ejercen el liderazgo con profundidad y fortaleza, nos hacía mirar cada atardecer a la puesta de sol desde el paseo marítimo de nuestra ciudad. Mirando a un sol naranja y enorme que se escondía más allá de una limpia línea de horizonte, dibujado con la mayor precisión, nos decía: Allí está América. Es el mismo sol. Allí está vuestra tía, hablad con ella. Una de sus hijas vivía en Estados Unidos y nos hacía a todos pensar en ella, mirando la estela del agua.
Más allá de aquel bellísimo horizonte, tras la punta de Malandar, muy lejos, donde aun no se ha puesto el sol de ese día, estaba América, la tierra de las oportunidades, el lugar donde los sueños sirven para vivir. Este ritual lo ejercíamos con verdadera emoción mis primos y hermanas, cada tarde que paseábamos con él, junto a muchos otros que también miraban al horizonte, quizá en busca de recuerdos, tratando, como nosotros, de comunicar con algún ser querido en tierras remotas.
Es ese horizonte el mismo que han deseado aquellos que aspiraron a buscar más allá, con el espíritu de conquistar los sueños propios, con el deseo de los que aman irracionalmente, tanto como para embarcarse a lo desconocido. Magallanes también miró ese mismo ocaso, también soñó con la inmensidad, esperándole, sintiendo ese vértigo que solo hacen suyos los que tienen una misión inexorable.
Partir hacia tu destino, fuese el que fuese, desde una tierra tan extraordinaria, bellísima, entre aguas de ricos lodos y las bravas olas oceánicas, agua dulce sevillana y mares de sal extrema, con vientos favorables, ciñendo proa al Oeste, sin dilación, con toda la fe. Hombres que dejaban un lugar único y bendecido por lo excepcional, buenos frutos de la tierra, buenas artes marineras, buenas personas de Dios.
Un lugar desde el que aspirarlo todo: el mundo y las estrellas. Esta es mi tierra. Ese puerto desde donde partir a los océanos, a galaxias desconocidas, a sueños inexplorados. De este mismo puerto partieron los hombres que buscaron las riquezas más extraordinarias y el mismo al que llegaron los dieciocho supervivientes liderados por Elcano, exhaustos, pero felices, para contar al resto del planeta que la inmensidad es posible recorrerla en tres años. Ese lugar que uno agradece como un Odiseo que lo arriesga todo por regresar a su Ítaca, un hogar que permanece intacto en el alma, que se convierte en deseo para resistir y sobrevivir al miedo, para no desfallecer a pesar de todos los pesares. Es este un lugar para el regreso. Un lugar para la vida y agradecerla.
Durante años, este fue el borde del centro del mundo. Uno de ellos. Puerto aduanero, capital de los soñadores que se embarcarían al infinito, posta de ordenes religiosas y militares antes de la partida al gran mundo, tierra de palacios y torres vigías desde las que otear el horizonte en busca de barcos que regresan. Aquí empezaba todo. Un lugar en el que sentir el privilegio de existir.
Doy las gracias a mi Buena Estrella. Me gusta tanto todo esto. Sigo amando las puestas de sol, los ocasos más bellos sobre la Tierra, adoro la visión del Coto de Doñana tras la bruma del amanecer, el olor a sal, los motores de los barcos cuando van para la mar, la gente… Cada mañana, muy temprano, comienzo mi vida con un café junto a la Plaza de Abastos entre hombres que he escuchado con admiración desde muy joven, seres excepcionales que cuentan su vida, que me regalan su tiempo; son maestros de obra, trabajadores del comercio, abogados, vinateros y marineros. Escucho y disfruto con la certeza que el mundo sigue en el mismo lugar en donde lo dejé el día antes y la vida sigue inexorable su curso. Ya nos faltan algunos que marcaron con sus conversaciones mi crecimiento y visión de todas las cosas, pero su respeto se deja sentir entre todos los contertulios, que siguen cada mañana cuestionando al gobierno, discutiendo sobre lo divino y lo humano. Uno de ellos, el Chimbo, también llamado Zacarías, un marinero que habla de vientos, calafates, brea o alistados, siempre se despide de mí cada mañana tras el café con un lema que se iniciaba en Bajo de Guía cada jornada, previo a la faena de la pesca: Hombres buenos… y yo debo responderle con el brío de aquellos hombres de la mar: ¡Arte al agua!
Hombres buenos… Así comienzan mis días en esta ciudad única que un día pisaron mis abuelos y construyeron con el esmero de quienes desean permanecer para toda la vida, sin temor al paso del tiempo, con todo el placer de los que se sienten premiados, también de aquellos que en ejercicio de su libertad, comprometieron su propia vida para llegar hasta los mares desconocidos y se embarcaron rumbo a la inmensidad, para circunnavegarla por completo y recordarnos que el mundo es nuestro. Así es Sanlúcar de Barrameda.
Paco Pérez Valencia
Profesor de la Universidad Loyola Andalucía
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